El martes pasado se conmemoraba el 70 aniversario de la liberación de Auschwitz, el campo de concentración nazi donde más personas fallecieron, más de un millón de judíos.
Los periódicos han dedicado secciones especiales sobre el holocausto judío y dicha conmemoración. Comienzo a leer el relato de una superviviente. Noto de pronto un escalofrío que recorre todo mi cuerpo y me envuelve en una profunda tristeza. El horror que soportaron miles y miles de personas, retratado ahora en documentos gráficos y grabaciones, me atiza como sopapos en la cara.
Cada foto, cada historia relatada, hace que me retuerza en la silla del ordenador. Es difícil digerir tanta crueldad y según continúo mi lectura, me voy imaginando el monstruoso escenario.
Cuerpos huesudos y rostros demacrados frente a caras hieráticas y despiadadas. Gritos de dolor y temor ante muecas impasibles y cobardes. Manos ensangrentadas que castigan guantes impolutos. Huellas de pies desnudos hundidas en el barro que emborronan los pasos militares y que reprimen el impulso de correr. Aquellas botas que pisaban después majestuosos salones y cálidas estancias. Suspiros mudos clamando salir de allí. Conversaciones estratégicas que planean trenes con más carga humana.
Literas donde se hacinan cuerpos consumidos bajo anocheceres privados de estrellas. Sábanas recién puestas en un lecho donde descansan bestias asesinas.
Lágrimas gruesas que surcan rostros demacrados. Risotadas envenenadas que disfrutan con tanta humillación y desprecio.
De pronto, vuelvo a mi lectura. Esta vez es la voz de un superviviente, testimonio vivo del horror, que describe lo innarrable. Cada historia es más perversa aún.
Aparto varias veces la mirada del ordenador, resulta difícil continuar leyendo. ¿Cómo puede el ser humano llegar a ser tan cruel?, no dejo de repetir.
La historia nunca les olvidará, a unos y a los otros.